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[Diario] San Martín de los Andes y los duendes forasteros #7 – Por Diego El Zein

[Diario] San Martín de los Andes y los duendes forasteros #7.

Por Diego El Zein.

Al concluir los tres meses del contrato de pasantía en “la hacienda” el IAG propone un período de tres meses más; Charly y Martín, dos de mis más cercanos, se volvieron, yo acepté y la Chechu también. La Pampa ya no era la misma y yo me sentía quemado, con ganas de salir a ganar algunos duros.
Aguanté dos meses más, mientras me asegure un trabajo duro de una semana: “La feria de Abril” una fiesta típica andaluza donde en cada pueblo cientos de casetas, hoy food trucks, se reúnen en espacios públicos brindando comidas típicas y espectáculos. Una semana de curro (recuerdo que me podía comprar un autito de un modelo 10 años más viejo que el 2000) despachando, bocatas de jabugo, tortillas, pescaíto frito, chocos (sepia frita), paellas a la leña. Solo como ayudante, no me dejaban a cargo ni locos. Hermosa experiencia de tradición. Mientras seguía durmiendo en La Pampa de polizón, sabía que al renunciar al “Bulli” en cualquier momento me rajarían. Mi prioridad era tramitar un permiso o visa de trabajo, ya tenía visto al segundo hotel en importancia del pueblo. Un 4 estrellas, “El Gran Solucar”, más de tránsito, más accesible, de grandes contingentes de jubilados y especializado en banquetes de bodas y espectáculos internacionales de flamenco.
La verdad que con la carta de recomendación del “Bulli” me tomaron al toque y me permitieron seguir con una hermosa changa que tenía los domingos en un pintoresco restaurante muy típico, solamente de pescados y mariscos: “La Coquiña”, donde me desempeñé como auxiliar del maestro sommelier Francisco «Paco» Morel. Bajo su ala, al limpiar y acomodar la cava, me enseñó todas las denominaciones de origen de España, y me permitía ser parte del servicio, les caía simpático el argentino. Las propinas eran buenas pero flasheaba con la cocina abierta y como el chef, su mujer y su hijo, trataban a los productos del mar. Tenía la máquina para hacer pil pil, era alquimia al plato.
En el hotel me ayudaron a full con un sueldo muy respetable, me podía alquilar un piso con la cuarta parte del mismo, e hicieron todo lo posible para tramitarme el permiso de trabajo bajo el membrete del hotel. Pero no hubo caso, mi agotamiento de ser un paria, de pagar multas por retrasar mi ticket aéreo, y extrañar un poco. Después de más de un año me volví.
Las despedidas fueron de bar en bar con todo el plantel del “Benazuza”, del “Solucar” y de la “Coquiña”, y los amigos del pueblo. Hay muchas fotos pero si bien tengo huevos para escribir autobiográfico no soy piromaníaco, como le dije a un gran amigo de la infancia en estos días…
Ya en el aeropuerto de Barajas tenía 4 hs. con mi insoportable gigante maleta que no entraba en ningún locker pero arreglé en las oficinas de despacho para que me la guarden, salí por las ultimas tapas y cañas por Madrid.
Al llegar a casa todo muy lindo pero la realidad económica del país era en una palabra: “Acorralados”. Las ofertas de laburo que agarraba no me duraban más de tres meses. En mi casa no me sentía cómodo, con mi pieza pasillo, quería mi espacio. Y sin dudarlo contacté de nuevo a mi viejo amigo del instituto y aventuras porno: Juan Pablo Ratti. Juntos replanteamos el sueño de hacer temporada en la Patagonia. Me mudé unos días con él para ajustar detalles, comprarnos las mochilas y salir juntos rumbo a San Martin de los Andes.
Nos alojamos en hostel céntrico llamado “Rucahué”, donde compartíamos la habitación con un tal Augusto y otro chaval que no recuerdo el nombre. Al toque empezó nuestro plan de plagar el valle de curriculums y conocer la zona. Mientras pegábamos onda con los gringos y los pasajeros del hostel nos hicimos amigos de Augusto, buen pibe algo cabrón por su formación en escuela militar, y de Micaela. Una gran mujer de familia bien pero que no se adaptaba a la riqueza familiar y vivía como una hippy con la tarjeta de papá. Ojo que yo también tenía mis manguitos y la tarjeta de papá para algún rescate. Hasta ahora en secreto.
Todos los gastos eran parejos pero llegamos a fin de temporada y se nos ocurrió, al ver a los gringos comer mierda todo el día, aprovechar la cocina comunitaria y cocinarles a pedido o un plato del día para sacar unos mangos, aunque sea para la estadía, previo permiso a los dueños. Nos dieron el ok y nos fue re bien. Si querían asado, se cobraba aparte. Igual cocinábamos Chichi y yo y la renta gratis la disfrutaba también Augusto, quien ayudaba en las compras y nos daba una mano en todo. Todo bien.
Y bueno, así se pasaron dos temporadas hermosas. Nunca había visto la nieve. De ahí en adelante las emociones vividas fueron más que intensas, de compañerismo, de tirar juntos por un sueño, de no doblegarnos tan fácil ante las adversidades.
Una de las experiencias inolvidables fue cuando en un paseo por un sendero dentro del Parque Nacional Nahuel Huapi se nos colaron un par de perros que estaban agazapados atrás de unas rocas como al acecho de unos giles. En la reja de acceso tremendo cartel decía: «Prohibido ingresar con perros, Ley N° xxx”, la onda fue que llevamos a unas chicas holandesas y se mandaron dos gigantes perros, imposibles de pararlos a cascotazos; entramos en pánico y tratamos de seguirles la huellas hasta que los vemos correr llegando a un corral de borreguitos y despedazar a uno cual Jack el Destripador. A la mierda el paseo. Nos quedamos en el lugar, paralizados y traumatizados viendo como despellejaban al corderito, decididos a hacernos cargo y que la comunidad mapuche nos vea desde arriba para hablar. En fin, Micaela y su Amex término pagando el borrego al precio del mismo pero en un tres estrellas Michelin en Dubái, pero quedamos bien con la comunidad y los perros fueron sacrificados. Esa desgracia trajo una bendición, el cacique nos convocó a que traigamos gringos para un asado de corderos criados en su zona, bajo sus costumbres y cocinados en un lugar secreto, nos invitaban como cocineros narradores visuales y que con suerte algo podíamos ayudar, solo aprender y comer gratis; pero que convoquemos gringos con guita.
Esa noche jamás la olvidaremos. Solo había un sponsor de una bodega patagónica de prestigio, puso unos merlot y pinot noir de la zona, y 80 invitados VIPS. Música nativa, rituales de bailes y el resto era cielo, montaña y esa hoguera inmensa rodeada de 30 corderos, más guarniciones típicas realizadas por manos femeninas adorables con quien también colaboramos. Un sueño, me sentía Francis Mallmann. No nos separamos nunca del cabecilla en jefe de todo éste gran asador y aunque de pocas palabras con el vino se le iba aflojando la lengua. Y algunos secretos nos tiró. Acá va uno: al adobo o salmuera le ponía “merkén o merquén”, especie de pimentón andino autóctono. Les dimos de morfar y beber bajo las estrellas, y una carpa hasta el intendente. Lejos el mejor asado de mi vida. Y así pasamos hasta el amanecer, obvio Mica y Augusto fueron invitados a esa noche histórica.
Esa noche entre olor a cordero de corral se sentían barandasos de porro rico, y despertó las antenitas de Juan y mías Al toque fuimos en la búsqueda. No sé quién de los dos tiene el nazo más grande pero había varios gringos fumando buena hierba holandesa. Había un precio de menú con copa de vino o cerveza. Al ver el agujero de festividad…
– Chicos les conseguimos una botella de pinot a cambio de 2 porros.
– Hola girls do you want more champagne. If you have same mota? Ok.
Un lujo. La noche, el asado, el intercambio multicultural. Algo para contarles a los nietos, recuerdo dijo Chichi.
No recibimos paga oficial, ya que seguíamos pagando el descuido de los perros en el parque nacional, pero si un gran banquete, una cama cómoda, unas generosas propinas de todos los colores… Más unas flores importadas que ni les cuento. Las hicimos durar un mes bajo el estricto racionamiento militar del cabo Augusto. Aunque con Juan nos reservamos unos finitos que compartimos en charlas intimas tristes y alegres alejados de la cabaña…
Y acá ocurrió la primera desgracia…
Empezaron a desaparecer objetos del hostel, ropa de nieve, tablas de snowboard, cosas caras, y en tres días saltó la ficha en una junta de quién o qué carajo pasaba. La cuestión que nos tildaron de sospechosos. Antes de escribir el episodio, fue Juan quien me recordó ésta anécdota por video llamada, es que nosotros sabíamos quien fue y estaba en nuestra pieza, de hecho, se escapó y la policía lo agarro en la terminal. Por ese gil quedamos pegados pero nosotros nunca les tocamos nada a nadie, bastante les currábamos cobrándoles bien con las comidas.
En fin, al menos pasamos un mes viviendo, comiendo y ahorrando. Ahí fue cuando con Micaela nos encargamos de buscar un nuevo refugio, teníamos tres días, dinero y era temporada baja. No iba ser difícil. Enseguida dimos con un estanciero, hombre patagónico de ley, que tenía unas cabañitas alpinas, al sur del centro. Le contamos que éramos 4 pero que 2 dormirían en una habitación, Mica y Augusto ya filiaban. El triangulito de cabaña abajo tenía la cocina, el baño y comedor con una gran salamandra con sillones, y arriba dos piecitas. La fuimos a ver los 4 y nos encantó, firmamos Mica y yo. Pagamos los cuatro y nuevo hogar, solo había tres en el terreno. La vista era magnifica.
En el terreno con vecinos, de derecha a izquierda, estábamos: nosotros, seguidos de una pareja re copada que hacia un programa de radio pirata llamado “Fun”. Muchas veces salíamos al aire para promocionar algún lugar de laburo o nuestro proyecto, que ahora voy a contar. Y en la otra cabaña vivía una señora, un tanto ermitaña, con su gato, que trabajaba para una cooperativa telefónica. Había un jardincito que arreglamos y cada uno plantó un árbol. El proyecto fantasma se trataba de recorrer todos los hoteles y restaurantes de la ciudad, solo con una cámara de fotos digital de Micaela, toda una novedad, con la excusa/chamuyo que al ser egresados gastronómicos estábamos armando una página web, otra novedad. Casi no había manera de comprobarlo. Y así, comimos y bebimos gratis, supuestamente para favorecer a la industria hotelera gastronómica de la región. Micaela estudiaba administración de empresas y su familia era de origen judío, muy hábil en los negocios. Si bien renegaba de sus orígenes los supo emplear muy bien en este caso. Aparte nos abrió las puertas en lo laboral a pleno.
Apenas nos mudamos me hice traer por encomienda un mini set de cocina, nos salvó la vida (al irme se los deje y prometieron mandármelos, así fue, a los 3 meses cuando la cabañita ya estaba despoblada me llegaron mis cosas, cumplieron como duques).
En la cabaña nos llevamos bien. Micaela era la jefa de proyectos, Juan el pecho a las balas, Augusto nos disciplinaba en raciones, yo abría puertas con mi CV. Los mínimos roces, los tuve con él, por educación y formación previa de cada uno, pero nada significativo.
Al toque arrancamos a laburar juntos en “Los Notros”, frente al casino. Un hervidero. No teníamos horario, no veíamos el sol, no había diferencia entre turno y otro. Apenas teníamos unos minutos caíamos desmayados sobre las bolsas de harina y los manteles sucios, de almohada, y dormitábamos un rato. Los mismos clientes del medio día pasaban la tarde en el casino y volvían a cenar, y así toda una semana.
Pero como primera experiencia de aprender a laburar truchas y ciervo fue un lujo. Juan se quedó.
A mí me llamaron de la “Pierrade”, donde el chef era Pablo Buzzo, una esquina a todo trapo con una propuesta de montaña, la cocina era un container adaptado a leña de lenga con agujeros tapados con piedras volcánicas para cocinar sobre ellas o poner calderos, raclettes, discos de arado y fondues. La verdad daba miedito, aún nevando hacia como 60 grados con las puertas abiertas, el techo de madera y una campana de extracción obsoleta. Pero bue estuvo bueno, me re cagué quemando. Todavía se me notan algunas marcas pero alta experiencia, aunque después de un año me contaron que se prendió fuego, destrucción total.
Después volví otro tiempo a “Los Notros”. Hasta que recibí una propuesta como jefe de cocina en el restaurante de sistema libre, el único de la ciudad en esa época: «El tenedor». El más grande del pueblo, recuerdo que tenía capacidad para 500 comensales, yo extrañaba y estaba capacitado para esa adrenalina, y por mi experiencia en el “El Gran Solucar” creo que fui convocado. La cocina no se correspondía con el salón, como suele suceder en Argentina, ni cámara frigorífica adecuada, ni instalaciones en completo funcionamiento, una mugre para un batallón y lo más triste es que la brigada de cocina y las chicas del salón, al plantear una reunión de presentación, me vomitaron los mil problemas que transitaban: que les debían siempre un mes de trabajo, que la mayoría estaba en negro, que el encargado era un garca que se afanaba las propinas. Se dijeron en la jeta, que el dueño era un holograma que aparecía una vez por mes, que los hacían quedar después de turno para limpiar y no les tiraban ni un mango extra. Allah, en donde me metí… Por mi parte observé el mismo desgano de los cocineros, la minúscula cámara, atestada, no permitía guardar la mitad de la mercadería requerida para 500 comensales diarios por turno. Logré: hablar con el dueño, comprar un freezer grande, que un día por semana fuera de horario paguen horas extras solo para limpieza profunda, que realicen algunos controles de plagas. Un poco las caras y el ánimo cambió, pero el encargado, encargado en cagarla, seguía metiendo la mano en la lata. No cumplía con las fechas de controles de plagas, me traía ciervos en toneles de plástico ya despostados por la noche y quedaban inundados en su sangre y nubes de moscas, así casi tres meses. Un día al, ser el primero en llegar, prendo las luces y veo sobre la mesada un pack de maples de huevos rodeado de al menos unas 15/16 ratas tamaño liebre devorándoselos. Ahí dije chau chau. Me pagaron al toque porque era para quilombo e igual lo fue. Hice la denuncia en el municipio y a la semana lo clausuraron. Creo que algunas vidas salvé.
Pase por “Bettys Fondues”, este tipo sí era loco, el local estaba lleno de animales embalsamados: avestruces, lechuzas, pavos, liebres, ciervos, truchas… formaban parte del salón, era lúgubre con candelabros y escopetas antiguas en las paredes, se destacaba por su cocina de caza; hacíamos liebre al chocolate, ciervo a la cazadora, jabalí con morillas, y por supuesto los dos clásicos fondues.; aprendí mucho de desposte y clásicos, sobretodo. Pero el dueño era el hijo de la famosa Betty, quien era una suiza y había fallecido hacia un par de años, y parece le había dejado una herencia jugosa porque a los dos meses decidió irse a Suiza, dejando el local intacto.
Después de muchos excesos en España, no fue una época de vicios ni de descontrol. Tomábamos un vino a la noche o unas birras, un par de borracheras en el boliche. El porro era imposible, no se conseguía, y cuando alguien pegaba era carísimo.
Pero hubo épocas malas, muchas. Fuera de temporada era imposible casi morfar, pagar el alquiler, fumar o tomar un té por falta de laburo. Hacíamos ayunos de muy mal humor, ahí empecé a usar la tarjeta y comencé deprimirme. El clima era filoso y los alimentos se guardaban bajo la almohada. Todo comenzó aquella caminata en solitario hacia la vieja usina, apareció de la nada una señora y me contó un poco de la historia de la misma. También me dijo, y me quedo grabado, que el pueblo era famoso por la cantidad de suicidios al no tener horizonte y estar hundido entre montañas, la gente solía deprimirse mucho. Hacía rato andaba medio bajón y me sentía solo. Augusto y Mica, estaban en pareja, y Juan también. Ya casi no salía, solo me encerraba a leer todo el día. Una noche al sentirme vacío y loco en la pequeña cabaña la noté gigante, se me dio por agarrar una lata de Poxiran
Estaba solo y perdido, y no sé qué duende me atrapó que me pegue un viaje de etanol en remera en el jardín, con temperaturas bajo cero. Me rescato Chichi, encontrándome casi petrificado, verborrágico… tenía aferrada una carta escrita de puño y letra, expresando mi estado de angustia. Él no sabe que decía, o no me quiere decir, yo tampoco lo recuerdo. Sé que me acomodó frente a la salamandra, mientras yo seguía el viaje astral del diálogo con duendes. Casi muero de hipotermia. Fue por el tolueno del Poxiran. Un asco. Ese duende se aprovechó de mis debilidades, de mis impulsos autos destructivos. Todavía no sé cuál fue el motivo que disparó esa acción pero él se apoderó de mí. Ese día decidí volverme.
Decidí irme, sentí que debía seguir mi camino y encontrar mi lugar en este mundo.
A los tres meses ya todos nos habíamos ido. Micaela estuvo viviendo en España unos años. Augusto volvió a su pueblo con su padre. Juan tuvo a su primer hijo: Olaf. Levantó a full pizza “Cala”, después se fue unos años a Tandil. Regresó por revancha con otra mujer y otra hija: Emilia, donde hoy tiene la concesión del resto en Valle Escondido.

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